No formo parte del plantel, no voy a entrenar todos los días, no conozco personalmente a los jugadores y ni siquiera soy hincha de Boca. Pero tuve la suerte de jugar un partido.
Fue en la cancha de Newell’s, donde oportunamente hacía de local, frente a Gimnasia de La Plata. Era de noche. Lo sé porque estaban encendidas las torres de iluminación. Había mucha gente, lo sé porque apenas entré, lo primero que hice fue mirar a las tribunas. Estaban repletas. En lo personal me sentía desprolijo. No me decidía por la altura de las medias y la camiseta me quedaba notoriamente grande. Además no me había afeitado, con barba me da la sensación de que juego peor. Pero ya estaba ahí.
El hecho de no formar parte del plantel y no conocer personalmente a los jugadores me jugó en contra. En vez de posicionarme en la cancha antes de empezar el partido, fui a saludar a Battaglia y a Riquelme. No me dieron mucha bola.
Sin haber hablado con nadie previamente, sabía que iba a ocupar el mediocampo, por la derecha. Que raro pensaba yo, nunca jugué ahí. Pero bueno, podía ser, porque tampoco había jugado nunca en Boca y ahí me encontraba.
Estaba por darle una palmada en el hombro a Riquelme, para hacerle creer que no estaba nervioso y mostrarle mi seguridad con mi mano cuando el árbitro arrancó el cotejo. Fui corriendo hacia la derecha y empecé a pedir el esférico. Estaba jugando, yo, ¡y no le avisé a nadie!, me lamentaba.
Los primeros instantes del encuentro me tuvieron un poco excluido del juego. No me pasaban la pelota. Yo la pedía a gritos, pero tal vez los ruidos de las tribunas no me dejaban expresar.
Recuerdo que el primer contacto que hice con el balón fue por un pase del arquero. Lo llamativo fue que lo hizo Navarro Montoya, y él ya no juega más en Boca. Pero no iba a ser tan inoportuno de preguntarle qué hacía en el arco al Mono en ese instante, y por eso decidí recibir la pelota, bien calladito, dispuesto a protegerla.
Apenas me llegó el pase me di cuenta de mi estado físico. Era lamentable. Impreciso como pocos estaba, y me costó bastante darme vuelta. Cuando me avivé ya era tarde. Estaba en la puerta de nuestra área, y no recuerdo quién, pero posiblemente su número 11, pasó como un tranvía veloz, me sacó la pelota, y disparó al arco. Por suerte para mí y para el equipo, se fue dos metros por encima del travesaño.
Levanté la mano pidiendo disculpas, y el Negro Ibarra me tocó el hombro. Eso me alegró bastante. Fui corriendo a la izquierda rápidamente, casi tanto como lo que demoré en pasarme a la derecha de nuevo, mi verdadera ubicación.
Pese a mi confianza personal, no tuve muchas oportunidades de demostrarla. El tiempo transcurría velozmente y Riquelme parecía enojado. Le quise preguntar si tenía algún problema conmigo, pero malhumorado me mandó a la barrera en un tiro libre. “En el vestuario lo charlo”, pensé.
El partido estaba 0 a 0 con pocas situaciones de gol, hasta que llegó un momento clave en el encuentro. Un contrataque nuestro estaba bien armado. Guillermo Barros Schelotto llevaba la pelota – también le iba a preguntar qué hacía ahí, ya que no juega más en Boca-, Palermo lo seguía a toda su velocidad por el centro de la cancha. Eran dos contra dos.
Y fue ahí que la palmada de Ibarra me despertó. Fue ahí que dije: “Esta es mía”. Comencé a correr como nunca. Movía las piernas sin importarme que estaba exhausto. Parecía un colectivo atrasado dispuesto a pasar en amarillo, pese a que el rojo era ineludible.
Lo alcancé a Guillermo, portador del balón, situado a 4 metros del área, y tomé la decisión de pasarlo en velocidad, por su derecha, mientras gritaba: ¡¡Guilleeee!!.
Me la tiró larga, seguí corriendo junto con un defensor que me seguía de atrás, tratando de agarrarme de la camiseta. ¡Si me tocas me tiro! Le grité decidido y un poco enojado. Pero yo ya sabía qué iba a ser. Mi jugada ya tenía destino. Palermo estaba solo en el área. Le mandé el centro de derecha al ras del piso (reconozco que me salió un tiro pifiado), que le quedó un poco atrás, situación que lo hizo definir de rabona. La pelota salió débil pero bien dirigida y se metió en el primer palo, abajo, en un rincón, haciendo casi inútil la estirada del arquero de Gimnasia. Era el 1 a 0. Un furor interno se apoderó de mi.
La gente comenzó a gritar el gol, y yo también. Lo abracé a Guillermo que no mostraba tanta felicidad. Yo sí, yo estaba en las nubes. “¡Este tiene un ojete últimamente! ¡Mirá el gol que hizo!”, le dije a Barros Schelotto sobre el autor del gol. Y mientras iba a la mitad de la cancha, el árbitro finalizó el primer tiempo.
Nos dirigimos a los vestuarios y todos me miraban simpáticamente. Hasta Riquelme me preguntó mi nombre. Eran todos comentarios alegres. Yo traté de ser un poco humilde, y arremetí con un: “No se por qué me puso Basile (Otra cosa que me llamó la atención, porque Basile ya no es más el técnico), le dije que estaba impreciso”. Con una sonrisa cómplice. Pero en el fondo sabía que era la estrella, estaba convencido que mi jugada había sido de otro partido.
Para el segundo tiempo no ingresé, tal vez me notaron cansado, a lo mejor el técnico se enojo al ver que me estaba afeitando frente al espejo para ser el primer futbolista en afeitarse en el entretiempo de un partido, o quizás simplemente querían retirarme en la gloria. Yo no estaba dispuesto a eso, y semejante actuación me dio ánimos para convocarme a la selección, en un partido frente a Inglaterra. Y acá sí me iba a consagrar, acá estaba dispuesto a soñar un gol mío.
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